jueves, 15 de diciembre de 2016

Los garbanzos son para el otoño



Fotografía: Miguel Morales

Dicen que el otoño deprime. ¿Es cierto eso, deprime el otoño?
No por otoño. Para muchas personas el otoño es la estación más bonita del año, con colores y matices realmente exquisitos. Hay quien está anhelando el descenso térmico, los paseos tapizados de hojas caídas y el ambiente propicio, más que en ninguna otra época, a la introspección. Quizá tú seas uno de esos. Irene Vilches, Voz de Plata de Radio Nacional -según la distinguían los medios de la época-, cantaba, a finales de los cincuenta, ningún otoño es triste junto a ti.En aquel tiempo, lo mismo que hoy, anochecía pronto y a veces llovía. Aun en los días cálidos, por las mañanas y las noches se agradecía una chaqueta. Y semana a semana nos precipitábamos en el invierno, igual que ahora.


Fotografía: Miguel Morales

Pero Irene rompía el tópico del otoño triste, el otoño no es triste -que así se titula la canción- porque estás tú. O porque cuentas con tus proyectos, tus ilusiones y tu vida, aunque esto no lo diga la canción. La clave es el equilibrio. Cuando el sol no va a enmascarar la tristeza que no sientes, los días grises no la van a hacer aflorar de donde no se encuentra. Una persona equilibrada vivirá las peculiaridades de cada época con alegría y curiosidad. Asistirá al cambio de las estaciones sin fruncir el ceño porque la atmósfera gris, así como el sol de otoño, tienen el mismo encanto que la eclosión de las flores, los copos de nieve, la lluvia fina o la piel bronceada: cada cosa en su lugar y en su momento; y del mismo modo, la energía que brota en nosotros los días soleados de la primavera, es tan solo una más de la infinita gama de emociones que sienten las personas en paz consigo mismas.
Pensemos en la maravilla cromática de los parques de otoño: no tiene nada que envidiar a la luz radiante de mayo, cada cosa en lo suyo, dejadme insistir. ¿Energía? De acuerdo. Pero también reivindico la nostalgia. No siempre quiero estar dando saltos; a veces prefiero detenerme y pensar. El encuentro interior, el recogimiento y la actividad meditativa son, como las castañas y las hojas multicolores de los arces, frutos del otoño. Y sin todo ello, me parece a mí, la vida también se nos escaparía.


Fotografía: Miguel Morales

Llegan los días de potaje, me dice una vecina, y ya me apetece. Claro está: no siempre quiero comer gazpacho bajo el sol deslumbrante; ni siquiera siempre quiero un sol, y menos que me deslumbre. Justo ahora no cambiaría la luz mortecina de la calle plagada de paraguas por nada que resplandeciese. Ni cambiaría ningún manjar del mundo por mi suculento plato de garbanzos. 
Los garbanzos son para el otoño. Y aunque en sus múltiples elaboraciones encuentran su lugar en cualquier momento, hay algo que los hace especialmente indicados para éste. ¿No dicen que el otoño deprime? Pues esta legumbre es riquísima en triptófano, un aminoácido precursor de la serotonina. Entre otras funciones, la serotonina es responsable del estado de ánimo. Si andas bajo de esta hormona te puedes deprimir. Y al revés, niveles adecuados hacen que funciones como unas castañuelas. 
Por suerte tenemos los garbanzos. Seguro que Irene Vilches los comía acompañado de esa persona que le endulzaba el otoño en su bonita canción (la puedes oír en Spotify). Come, pues, garbanzos en otoño y llena tus reservas de serotonina. No sólo eso. Además, vive intensamente. Implícate en las cosas, haz lo que te gusta y lucha por lo que persigues. Ningún otoño es triste si tú no quieres que lo sea. Porque hay alguien contigo: o porque no lo hay y están tus cosas, porque sonríe la melancolía y llueve al otro lado de la ventana mientras te blindas, bocado a bocado, con la hormona de la felicidad. 


Fotografía: MIguel Morales





miércoles, 20 de enero de 2016

Vida y arte



Fotografía: Miguel Morales


El arte imita a la vida. ¿O la vida al arte? Arte es lo que hacen los artistas -dice una de las clásicas definiciones con las que se intenta acotar este concepto. Al final, ¿alguien sabe qué es el arte? El siglo XX lo revolucionó. No solo por la irrupción de lo abstracto, aunque ahí empezó todo. Durante el siglo pasado se elevó a la categoría de arte lo que en tiempos anteriores discurría ajeno, o incluso enfrentado, a cualquier concepto artístico. Alguien tuvo que ser muy osado -y persistente- para entrar en una sala de exposiciones con aquel material. Hasta que, con el tiempo, el público terminó valorando aquella obra insólita, hoy plenamente acreditada y cotizada en cifras que dan vértigo.
Y volvemos a lo mismo. ¿Qué es el arte? Una pieza compuesta sólo con silencios, como el famoso 4:33 de Jonh Cage, ¿es música? ¿Y una sucesión de sonidos vibrando en la más absoluta atonalidad, ajenos a las leyes de la armonía? El violonchelista Pau Casals denostó el rock and roll -y no sabéis de qué manera: pero sin ese ritmo trepidante la historia de la música estaría incompleta, por más que le pese a Pau y a otros. ¿Y el hip-hop, en su doble vertiente grafitera y rapera? ¿Es arte recitar sobre un ritmo básico, casi tribal, y pintar con aerosoles paredes y vagones de metro? ¿Quién puede decir que no? 


Fotografía: Miguel Morales

Va a ser cierto que arte es lo que hacen los artistas. Y que la vida y el arte se imitan mutuamente. Los aborígenes australianos representan sus sueños sobre cortezas de árbol mediante pigmentos extraídos de las plantas. Y algunos cocineros de la nueva cocina imitan en el diseño de sus platos las pinturas expresionistas de Pollock y Rothko. A poco que te fijes te darás cuenta de lo difícil que es escapar del arte. Un cartón en la acera pisado y desteñido por la lluvia puede ser más sugestivo que un amanecer: depende, es obvio, del cartón y del amanecer; pero más aun depende de los ojos del espectador. Y en las últimas tendencias de la cocina se impone encabalgar los elementos, compactarlos en moldes, disponerlos en forma de volcán, regarlos con hilillos de algún vinagre exótico reducido... Como si el plato, además de resultar sabroso, hubiese de impactar visualmente. Os presento mi pictoescultura comestible, diría el cocinero, gozadla con todos los sentidos.


Fotografía: Miguel Morales

Las fronteras entre la vida y el arte no pueden ser más permeables. Hay arte en la mirada que aprecia una obra, tanto como en la obra que aprecia la mirada. Una persona, boquiabierta ante las hortalizas que los cocineros tailandeses suelen esculpir para sus platos, es captada por la cámara del fotógrafo y se convierte en arte. Arte es un plato de cocina, pero también el deleite del comensal al degustarlo. El vino sabe mejor en determinadas copas de cristal, y ciertos guisos de cuchara alcanzan su esplendor servidos en cazuela. El cristal y la arcilla, dirán algunos. Yo digo que los sentidos en bloque se apropian del momento sublime de la degustación y, con el concurso del vidrio y el barro, configuran la obra de arte en torno al hecho de comer y beber. Son la vida y el arte sin fronteras, desleídos el uno en el otro, como el café con leche, un cruce de miradas o el viento silbando en las copas de los árboles.


Fotografía: Miguel Morales


viernes, 15 de enero de 2016

Las horas en blanco


 
Fotografía: Miguel Morales



¿A dónde habríamos llegado en la vida de haber aprovechado al cien por cien el tiempo? Reconozco que he pasado la última hora en estado contemplativo. ¿Qué podría haber estudiado, ordenado cocinado, cuántos kilómetros a buena marcha podría haber recorrido o cuántas páginas hubiese avanzado de alguna de las novelas que esperan turno en la estantería? Todos recordamos etapas de sesenta minutos sumamente productivos. Si hubiese seguido con la guitarra entre mis manos durante la última hora de contemplación, ¿cuál habría sido mi progreso en las canciones que todavía se me resisten?
Detengámonos un instante en la guitarra. Hace tiempo que parece un mueble. Más propiamente un cuadro, pues cuelga de la pared.
En las etapas en que ensayo la guitarra no está colgada. La ves por todas partes como una amiga que te sale al encuentro y que te recuerda su presencia, aunque a veces tengas que retirarla amablemente de los lugares de paso: te la tropiezas apoyada en algún punto, ocupando la butaca en que te vas a sentar e incluso, sorprendentemente, observándote desde la mesa de la cocina. En ese proceso de retirarla tus dedos suelen enredarse en las cuerdas. Largo rato. Si por ti fuese no harías otra cosa que seguir tocando todo el día. El valor de cada minuto exprimido hasta la última gota se te revela entonces como una iluminación.

Fotografía: Miguel Morales

Ahora no estoy ensayando. Quizá por eso, esta última hora de contemplación ha sobrevenido tras un súbito e improvisado rasgueo en la guitarra. Es para preguntarse si no debería aprovechar plenamente el tiempo: como memorizar un texto mientras conduzco o pedalear en la bicicleta estática mientras leo la prensa. Rentabilizar los momentos muertos. Convertirlos en acción.
Pero ha sido una hora donde la duda ha vencido a la actividad. Podría haber avanzado en mis estudios de esperanto o, volviendo a la guitarra, dominar por fin el pasaje que se me resiste en Yesterday. Podría haber pintado media habitación o tener casi a punto un bizcocho de zanahoria.

Fotografía: Miguel Morales

Pues no. Mi lado rebelde quiere hacerse oír: intercaladas entre las prioridades y las urgencias de la vida reivindico las horas en blanco. Si la visión meramente económica dominara la vida -tal se pretende en esta fase de la historia- jamás nos sobraría un segundo. Siempre hay algo que hacer, te lo dirá tu jefe o te lo dirá tu propia voz interior, crítica y perfeccionista, te lo dirá tu pensamiento abducido por las teorías de la productividad absoluta y tú te lo creerás, porque eres muy responsable.
Un poco de espacio sobrante en una casa nos libera de la opresión de los objetos. No es por no tropezar, que también; es, sobre todo, una cuestión de respiración profunda y de claridad mental. El espacio no utilizado es como el tiempo que no conviertes en nada. Están para recordarnos que no somos esclavos -tal como se pretende en esta fase de la historia-, y que no consentiremos que la visión meramente económica de la vida nos controle.
No abarrotes tu tiempo. Al revés, puéblalo de rincones sin ocupar, de espacios diáfanos como la hora contemplativa que he vivido entre mis devaneos con la guitarra y el momento de escribir esto. Vivan las horas en blanco.

 
Fotografía: Miguel Morales